La verdad es que nos gustan las
situaciones eróticas y atrevidas y hemos fantaseado con infinidad de
escenarios, pero al final no nos hemos atrevido (más bien no se ha
atrevido ella). Pero
lo más excitante es lo que se ha vivido de verdad, aunque esto tenga un
problema. Y es que una experiencia que para nosotros haya sido de lo
más morbosa, el pasarla al texto y contarla,
pierda parte de su encanto, al no ser vivida por el lector.
Pero lo que no voy a hacer es mentir y decir que una situación se ha
vivido cuando no se ha vivido. Prefiero contar lo real, lo verdadero,
aunque a veces pueda resultar más moderado y menos
caliente.
Esta pasada Semana Santa tuvimos cuatro días de vacaciones (de jueves a
domingo), y decidimos ir a algún sitio a pasar el fin de semana.
Pensamos en varios lugares (Portugal, Baleares,
etc.), pero al final nos decidimos por París. Quisimos ir a un hotel de
lujo que le teníamos ganas, pero al final no había plazas y fuimos a un
pequeño hotel cerca del Arco del Triunfo, un
hotel muy coqueto.
Nos gusta mucho follar en vacaciones, porque estás libre de todo y de
todos. No estás sujeto a horarios y no tienes que preocuparte por los
vecinos ni por nada. Lo que solemos hacer cuando
vamos de vacaciones es dejar de follar unos días antes de salir (a
veces incluso dos semanas), para llegar al destino turístico muertos de
hambre sexual. Y así lo hicimos cuando fuimos a
París.
Madrugón. Viaje a Madrid. Aeropuerto. Vuelo. Traslado. Cuando llegamos
a París estábamos muertos, pero no de ganas de follar, sino de hambre.
Nos pusimos a buscar un lugar donde cenar y no
fue difícil. Nos sentamos en una terraza cerca de la torre Eiffel y
allí se nos pasó el tiempo volando. Regresamos al hotel andando,
totalmente derrotados y mi mujer cayó rendida en la
cama, incluso con dolor de cabeza. Nada más que contar de aquella
noche.
Dormimos hasta dejar pasar la hora del desayuno y nos levantamos para
ducharnos y salir a la calle. Me duché yo primero y cuando salí de la
ducha vi a mi mujer, con bragas y camiseta, tan
casera, tan apetecible, que le pedí que follásemos antes de salir. Mi
mujer es de ideas fijas respecto al sexo. Le gustan las tardes y las
noches, pero no las mañanas. Y así me lo dijo:
follaríamos mucho y bien, pero no en ese momento.
Tanto insistí, que me ofreció hacerme una paja antes de salir, con la
promesa de follar por la noche con mucha más tranquilidad. Quería salir
de compras y caprichitos.
Me pensé: a falta de pan... y le dije que sí. Me quité el albornoz y me
tiré boca arriba en la cama y le pedí que me lo hiciera como bien ella
sabe. Mi mujer es una excelente pajera. La
mejor del mundo. Te acaricia el capullo con los dedos como nadie. Te
coge la polla y te la menea con una lentitud desesperante. Y si ve te
vas a correr pronto, baja a los huevos y te los
acaricia y aprieta con una suavidad deliciosa, para después chuparse un
dedo y metértelo por el culo con una delicadeza imposible de definir
con palabras.
Pero yo quería algo más que una simple paja. Me encanta la exhibición y
le dije que aceptaba no follar a cambio de esa paja, siempre y cuando
la ventana estuviera abierta, con la emoción de
que cualquier mirón nos pudiera ver.
Me dijo que no de forma rotunda. Todo eran excusas. Que podía vernos
alguien con quien podíamos cruzarnos en pasillos, ascensor o
restaurante. Que nos podían grabar. Que estaban muy cerca
las otras ventanas. Y tenía razón. Nuestra habitación tenía un balcón
con dos puertas enormes que, abiertas al máximo, dejaban ver nuestra
cama desde muchas habitaciones del mismo hotel, ya
que no era exterior, sino que daba a un patio interior.
No insistir siempre es un error y este fue un claro ejemplo de ello.
Insistí hasta la saciedad, hasta ponerme pesado, recurriendo mil veces
al por favor, hasta que aceptó masturbarme con
las puertas del balcón abiertas de par en par, con la condición de que
ella se quedaría en braguitas y en camiseta, no desnuda como yo pedí.
Accedí a ese término en la negociación, porque sabía que el tiempo
pasaba y si me ponía más pesado me quedaría sin paja y sin nada.
Así que tumbado boca arriba cerré los ojos, una vez abierto el balcón
de par en par, consciente que podía ser observado por cualquiera que en
ese momento se asomase a su ventana. Mi mujer
se puso de rodillas a mi derecha, de espaldas al balcón, y se dispuso a
tocarme como tan espléndidamente lo hace siempre que ella quiere.
Empecé a notar sus deditos en mi capullo. Un verdadero placer. Me la
agarró por el tronco y comencé a sentir un verdadero escalofrío de
placer por todo el cuerpo, añadido a que era
consciente que aquella estampa podía estar siendo observada por
cualquier curioso. Pero no me era suficiente y le rogué a mi mujer que
se quitara la camiseta. Esta vez, con la calentura del
momento, sí aceptó. A ella le gusta mucho mi polla cuando está
completamente dura, y en aquel momento se daba el caso.
Le pedí que fuera más despacio, porque yo quería que aquello durase más
de lo que inevitablemente iba a durar si seguía con ese ritmo. Bajó su
mano y se puso a jugar con mis huevos,
delicadamente, para después hacer alguna incursión a mi zona anal.
Mientras me acariciaba los huevos y el ano, mi mano jugaba con los
bordes de sus braguitas, metiéndose mis dedos a veces hacía su
interior, notando los relieves de su vulva, el vello de sus labios
mayores, la humedad de sus labios menores y el sudor que, fruto de la
calentura, había en la raja de su culo.
No se había duchado todavía y su olor íntimo tenía una antigüedad de
más de veinticuatro horas. Por ello le tocaba aquellos rincones y me
llevaba los dedos a la nariz para después
chuparlos, lo que me calentó mucho más. De forma casi instintiva,
agarré el borde superior de sus bragas y tiré hacía abajo. En lugar de
impedirme que se las quitara, adoptó una postura que me facilitó la
maniobra, y fue ella misma quien se las bajó del todo y las tiró al
suelo.
Ya la tenía totalmente desnuda y a la vista de todo el que tuviera la
suerte de asomarse de cualquier balcón o ventana de enfrente. Desnuda y
de espaldas. Arrodillada a mi lado y con las
piernas un tanto abiertas. El acceso de mis manos a su coño y su culo
ahora era absoluto. Y ello podía verlo el mirón de turno. No quise
conformarme con simples toques y caricias. Le metí dos dedos en su
vagina, introduje mi dejo índice en su ano, busqué y masturbé su
clítoris. Ella, al calentarse cada vez más, me masturbaba con más
fuerza, con más vigor, hasta que me dí cuenta que mi orgasmo era
inminente.
Me salió del alma. Le pedí que se agachara, que se pusiera a cuatro
patas y que me la chupara, para poderme correr en su boca, puesto que
no estaba dispuesto a conformarme con una triste
paja. Lo hizo sin rechistar. Puso su culo en pompa conscientemente
dirigido al balcón. Toda la humanidad allí presente pudo disfrutar en
aquel momento de sus nalgas abiertas y de su coño
ofrecido con todo su esplendor, mientras mi semen se iba a derramar en
su boca.
Y en aquel momento, ocurrió algo como consecuencia de un error fatal.
Me había olvidado colocar en la puerta el cartel de No molestar y ya
estaba bien entrada la mañana. No le dimos
importancia a los ruidos que con sus carritos de estaba haciendo el
personal de limpieza del hotel.
Una llave se introdujo en la cerradura de nuestra habitación y abrió la
puerta. Todo era ya inevitable. Ni siendo los más rápidos del mundo
podríamos haber evitado la incursión de aquel
chico. Se quedó estupefacto, más él que nosotros. Pero todo siguió su
inmutable curso. Mi mujer estaba aferrada a mi polla y sabía y quería
que en breves momentos aquello iba a estallar. Y
yo estaba obnubilado, con la razón perdida en otro mundo. Sin hablar,
sin ponernos de acuerdo, cada uno siguió en su papel.
Y el chico, como no podía ser de otra forma, traspaso el umbral de la
puerta y, con mas miedo que vergüenza, ya que vergüenza no tenía
ninguna, se puso a mirarnos sin mostrar el más mínimo
rubor, cosa que le permitimos sin impedimento alguno.
Al comprobar que no cerraba la puerta de nuestra habitación, le hice
una seña para que lo hiciera y cuando cerró, le hice otra para que se
acercara. Era un chico joven, guapo y atlético. En aquel momento, ni a
mi mujer ni a mí nos molestaba su presencia, más bien todo lo
contrario, nos excitaba sobremanera. Se fue acercando hasta situarse
detrás del culo de mi mujer. Lo observaba fijamente con cara de vicio y
deseo. Me miró y le dirigí una sonrisa de aprobación. Sabía que mi
mujer no diría que no en aquellos momentos de máxima calentura.
Su mano se dirigió tímida y temblorosamente hacía sus nalgas y las
acarició con mimo, disfrutando de su suavidad, de su calor, de la
finura de su piel. Mi mujer dejó de chuparme la polla unos segundos y
me miró a la cara con sonrisa viciosa, también en signo de aprobación,
con lo que me dio a entender que estaba preparada para todo lo que
pudiera venir. Volví a mirar al chico y le hice un gesto afirmativo con
mi cabeza.
Seguro de sí mismo, dirigió su mano hacia la bragueta de su pantalón y
se desabrochó el botón superior y bajó la cremallera. Metió la mano en
su slip y sacó su polla que en aquel momento me
pareció enorme, debido a su total erección. No se anduvo con rodeos. La
dirigió a la vagina de mi mujer y, una vez que untó el capullo con sus
jugos vaginales, dio un empujón con su cintura, clavándosela hasta el
fondo. Mi mujer volvió a dejar de chupármela, pero esta vez para poder
gritar.
La estampa era estupenda. Mi mujer a cuatro patas, ensartada en su boca
y en su coño por dos pollas a punto de estallar. Yo ya no pude más. El
semen se me escapaba sin yo quererlo. Se
escapaba de forma casi explosiva. Y el chico no se quedo atrás.
Gritamos los tres, casi al unísono, en un brutal orgasmo conjunto. Yo
me levanté, pero la polla de aquel chico siguió dentro de mi mujer
durante un minuto más, hasta que la última gota de él terminó en el
interior de su coño.
Quise disfrutar de la maravillosa perspectiva al ver a mi mujer follada
por un extraño, de cómo aquella polla, tras derramarse en su interior,
seguía entrando y saliendo de su vagina, hasta
depositar la última gota de sus testículos. El espectáculo era
incomparable.
Nada más terminar, consciente de lo que acababa de hacer, mi mujer se
dirigió al baño para expulsar lo que con tanta pasión había capturado
en su boca y en su coño. El chico sencillamente se recompuso y se fue
como había venido: de forma sigilosa, sin hacer ruido, como si no
hubiera estado, como si todo hubiera sido fruto de nuestra imaginación.
Yo, sin vergüenza ni remordimiento alguno y sin mirar al exterior, me
dirigí a la bañera para ducharme de nuevo.
París nos esperaba para disfrutar de su belleza, pero ya con más
tranquilidad.
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