No
se por qué empecé a seguirle el juego. Supongo que por lo mucho que le
quiero. Es mi marido, y el único hombre al que he querido. Yo soy muy
tradicional, supongo que por mi educación, y se que me ha tachado
muchas
veces de mojigata. Y siempre he creído que había que obedecer al
marido,
también por cuestiones culturales. Yo soy así, y nada me va ha hacer
cambiar.
Al principio de casarnos nuestra vida sexual era normal y
convencional.
Pero con el paso de los años, me fue pidiendo cosas diferentes. Primero
quería que le chupara el miembro; metérmelo en la boca me resultó
violento,
pero me acostumbré; le gustaba que me tragara su semen, y yo me lo
tragaba
sin rechistar, aunque a veces me daba arcadas.
Me compró ropa interior
muy
sexy que me hacía ponerme para hacer el amor. También compró
consoladores
que me introducía en la vagina y en la boca. A él le excitaba mucho
verme
así, penetrada por un pene de caucho de bastante tamaño.
Un día quiso sodomizarme. Me puso de rodillas, se colocó tras de
mí, echó
vaselina en su verga y forzó mi esfínter. Lloré, pues me dolió mucho.
Estuve
escocida varios días después de aquello. Desde entonces me lo hace de
vez en
cuando, aunque ya no me duele tanto, pues me he acostumbrado.
El colmo surgió el año pasado. Nuestra vida sexual llegó a una
monotonía
que él no soportaba. Ya no sabía a qué vejaciones someterme, hasta un
día
que vino eufórico. Me dijo que me tenía algo nuevo preparado, que me
vistiera muy sexy esta noche, que me sacaba a cenar. No sospechaba qué
podía
ser, pero le hice caso, como siempre.
Me puse un corsé negro con
liguero y
medias negras, y un vestido negro de terciopelo bastante corto y
ajustado.
Normalmente no me atrevería a ir así, pues los hombres me miran y me
dicen
cosas (a mis 37 años no estoy tan mal, algo llenita), pero como había
quedado con mi marido, hasta me puse unos tacones de aguja de 15
centímetros
que me compró una vez y me costó mucho aprender a manejarme con ellos.
Fuimos a un restaurante a cenar. Todavía no había dicho nada de
su
sorpresa, pero me la llevé cuando un joven de no más de veintitantos se
acercó a nosotros. Dio la mano a mi marido, que parecía conocerle, y
tras
presentarme a mí me dio dos besos. Se sentó con nosotros ante mi
asombro,
pues mi marido no decía nada, simplemente parecía ignorarme. Por lo
menos
hasta que llegó el postre.
- "¿Qué te parece mi mujer, Mario?", dijo mi marido.
- "Me encanta, un encanto,
preciosa", respondió él mientras apuraba el licor.
Me sentí alagada a la vez que avergonzada. El chico me miraba con
deseo, me
taladraba con la vista. Pero lo peor estaba por llegar.
- "Anda cariño, levántate, que te contemple bien",
dijo mi marido.
Apartando la silla me levanté y me recosté ligeramente sobre la mesa,
muy
avergonzada. Mario me contempló de arriba abajo, con una mirada
perversa, y
me quise morir, qué humillante. Me senté enseguida, y los dos se
pusieron a
hablar de mi anatomía, como si yo no estuviera allí.
Nos fuimos los tres a casa. Yo estaba muy enfadada, aún no sabía muy
bien lo
que pretendía. Preparé café y nos sentamos en los sofás del salón. Tras
un
rato de conversación trivial, mi marido me dijo que me acercara a él. Me
tomó del brazo y me sentó en sus rodillas. Me besó con fuerza en la
boca, mientras metió su mano bajo el vestido y empezó a subírmelo. Le quité
la
mano bruscamente y me bajé el vestido.
- "Venga, querida, no seas
tan remilgada, piensa en nuestro invitado, tenemos que ser corteses",
dijo.
Me volvió a agarrar la barbilla y me besó de nuevo. Me subió de nuevo
la
falda, intenté evitarlo, pero esta vez no pude. Me sentí desnuda, y me
imaginé a aquel cerdo mirando mis muslos con deseo
- "Ven Mario, ven a palpar
estos muslos", dijo.
Me revolví pero fue inútil. Las frías manos del chico se posaron sobre
mí,
me acarició y pellizcó lo que quiso. No se lo pude impedir.
- "Vamos, mi vida, se complaciente con nuestro
invitado. A
él le gustas mucho, ¿verdad?".
- "Ya lo creo, está buenísima",
dijo.
- "Si que está rica, y quiero ver cómo te la follas".
Ahora lo tenía todo claro. El muy cerdo quería verme hacer el amor con
otro
hombre. Apenas me había dado cuenta de ello, Mario me había cogido de la nuca
y me besaba con fuerza en los labios. Noté su lengua dentro de mi boca, y su
aliento a alcohol casi me mareó. Mi marido se retiró y me dejó sola con
él.
Me sentó y en el sofá y empezó a tocarme por todas partes, los pechos,
los
muslos, mi entrepierna. Me dejé hacer, como quería mi marido, aunque aquello
me asqueaba. Él se sentó en otro sillón a contemplarnos. Se le veía muy
excitado.
- "Quítate el vestido, mi reina, que te veamos".
Me levanté temblorosa. Bajé la cremallera del vestido y lo dejé caer.
Me
sentí desnuda, aunque aún iba en ropa interior. Me tapé los pechos con
los
brazos, pero Mario tiró de mí y me sentó en sus rodillas. Se fijó en
mis
pechos, comprimidos y marcados por el estrecho corsé, y hundió allí su
boca.
Lo bajó ligeramente y empezó a mordisquearme los pezones. Me sentó
sobre el
sofá y empezó a bajarse los pantalones.
- "Eso, enséñale tu polla, que se sorprenderá",
dijo mi marido.
Se bajó los calzoncillos y me quedé petrificada. Tenía un pene enorme,
mucho
más grande y largo que el de mi marido. Lo agarró con la mano y me lo
metió
por la boca. Casi no podía respirar, pero me tenía cogida por la nuca
para
que no lo soltara.
- "Vamos, cielo, hazme una mamada, que estoy
demasiado
excitado y quiero follarte mucho rato", dijo el chico.
- "Verás que es una chupadora fabulosa. Lástima que sea tan
estrecha
".
Empezaron a darme arcadas, pues su pene era cada vez más grueso y me lo
metía más adentro. Pero las verdaderas arcadas vinieron cuando copuló y
me
tuve que tragar su semen. Empecé a toser y escupí parte del semen, que
fue a
parar a mis piernas. Mario estaba eufórico, y su pene no se había
reducido
en absoluto.
- "Sería mejor que os trasladarais a la cama, estaréis más cómodos", ofreció
mi marido.
Fuimos al dormitorio, yo todavía limpiándome la boca con el dorso de la
mano. Me echó sobre la cama y me quitó las bragas. No tuvo muchas
contemplaciones, se echó sobre mí y me penetró hasta el fondo. No pude
evitar chillar, pues fue muy impetuoso. Además, su miembro era mucho mayor
que el de mi marido, el único que había conocido hasta entonces.
Siguió
empujando, con mucha energía, y yo cada vez más molesta. Me estaba
escociendo viva. Por un momento se me pasó por la cabeza disfrutar de
aquello. Ese chico era mucho más viril y macho que mi marido, y
evidentemente sabía lo que se hacía, pero yo me sentía violada,
ultrajada, y
sobre todo traicionada por mi marido. Como recomiendas a las que están
sufriendo una violación, me relajé y me dejé hacer.
Al cabo de un buen rato se levantó y me puso de rodillas antes de
penetrarme
de nuevo desde atrás, aún más rudamente si cabe. Mi marido nos miraba y
se
masturbaba. Me tuvo así, bien agarrada de las caderas, más de diez
minutos,
aunque para mi fueron eternos. Luego me empujó sobre la cama sin desmontarme
y me penetró más profundamente. Di un chillido de dolor, pero pude
flexionar
una pierna.
Tras otro buen rato me volvió a echar en la cama boca
arriba y
me penetró, esta vez levantando mis piernas por encima de sus hombros.
Así
la penetración fue muy dura y profunda, y muy dolorosa. Al fin alcanzó
el
paroxismo, me lo hundió hasta el fondo, y entre mis chillidos y sus
jadeos
copuló violentamente en mi vagina.
Se quedó muy relajado y ya me dejó en paz. Como parecía que había acabado
conmigo me fui directamente a la ducha, donde me quité toda la porquería que
creía cubría mi cuerpo. Cuando salí Mario ya se había ido, y mi marido
estaba muy contento. Decía que me había portado muy bien, que estaba
muy
complacido. Acabamos haciendo el amor en la misma cama donde una hora
antes
me habían violado con su consentimiento.
Desde entonces mi marido me buscó regularmente chicos con los que verme
hacer el amor. Me acostumbré e insensibilicé a ello. Una vez me hizo
hacerlo
con un hombre de 60 años. Fue horrible, mi experiencia más humillante.
Pero
pronto esto le aburrió, quizá porque vio que había dejado de
resistirme,
aunque fuera ligeramente. A él le gustaba saber que no me gustaba lo
que
hacía, disfrutaba con ello. Por eso un día me llamó a casa para decirme
que
llegaría después de la cena, y que me pusiera el vestido de encaje
negro.
Este vestido es muy escandaloso, todo transparente, muy corto y
ajustado,
así que me imaginé que ese día tendría visita, un hombre con quien
tendría
que acostarme.
Cené, me duché y me preparé. Bajo el vestido sólo me puse un tanga de
encaje
también negro, y unas botas de lycra, pues sabía que era como le
gustaba a
él. Como no llevaba sujetador, me puse un chal anudado por el pecho.
Cuando abrí la puerta, me quedé boquiabierta. Tras él venían tres
hombres,
un joven, un cincuentón grueso
y un negro. Empecé a temblar pensando
en lo
que me esperaba. Me los presentó como amigos, y ya venían bastante bebidos
los cuatro, pese a lo cual mi marido me dijo que les preparara unas copas.
Se las serví en el salón. Me miraban con evidente deseo. Al pasar con los
vasos, el más mayor me tocó descaradamente el muslo, y le aparté la mano
con
rudeza.
- "Vamos, querida, yo les había dicho que eras una
mujercita
muy complaciente", dijo mi marido.
Ya no tenía escapatoria. El gordo volvió a abrazar mi muslo, y cerré
los
ojos al sentir su mano subir por mis nalgas. Y a partir de aquí todo
fue muy
rápido. Me echaron sobre el sofá y múltiples manos se posaron por todo
mi
cuerpo. Casi se peleaban por besarme en la boca, con su fétido aliento
a
alcohol. La enorme lengua del negro se metió en mi boca y casi me
ahoga. Me
quitaron el chal, me bajaron el vestido y me quitaron las bragas, sin
ningún
miramiento.
Empezaron a bajarse los pantalones. Me encontré con un pene
en
cada mano, el del joven y el del gordo, mientras ambos se turnaban para
besarme en la boca o en los pechos.
De repente se apartaron y lo vi. Ante mí estaba plantado el negro,
desnudo,
blandiendo su monstruoso cipote. Era grandísimo, casi como mi
antebrazo, y
todo de ébano. Los otros me hicieron incorporarme y me encontré con ese
enorme falo negro en mi boca. Me hicieron chuparlo, a veces atragantándome.
Mientras el gordo me estaba metiendo un grueso y grasiento dedo en mi
vagina, sin ninguna delicadeza y causándome bastantes molestias.
Me llevaron a la cama. El gordo se tiró en ella, y a mi me pusieron de
rodillas delante de él. Su pene era apenas un pellejo, pero él me
agarró de
la nuca y me hizo chupárselo, aunque apenas conseguí que se estirara un
poco. De repente me penetraron por detrás; enseguida noté que era el
negro,
pues sentía toda mi vagina llena. Fue horrible, estaba forzando mi
cuello
vaginal, pero entonces ignoraba que lo peor estaba por venir.
Sentí
alivio
cuando el negro me la sacó, pero duró poco. El joven se sentó en el
borde de
la cama y me sentaron sobre él. Me penetró con su cara a cinco centímetros
de la mía, diciéndome groserías que me hubieran sonrojado en otras
circunstancias. Después del negro aquello no era tan malo. Me agarró con
fuerza por la espalda para que no me separara, o eso creía yo.
Repentinamente, noté que me hurgaban el culo. Me giré y chillé
horrorizada,
pues el negro venía a por mí. Me estaba untando aceite en el ano, con
lo que
estaba claro lo que pretendía. Como me revolvía el que me estaba
fornicando
me apretó fuerte contra él. Supliqué, pero fue inútil. Chillé cuando
empezó
a metérmelo, pero fue también inútil. El dolor era insoportable, pues
me
estaba desgarrando el esfínter.
El gordo se puso en pie sobre la cama y
me
metió su asquerosa y fláccida verga en la boca, para que no pudiera
chillar.
Entonces sucedió la más grande de las humillaciones. A pesar de la
violación
auspiciada por mi marido que estaba soportando, mi cuerpo es de carne,
y mi
mente ya no respondía. Lo que nunca imaginé estaba pasando: Empezaba a
notar
placer.
El instinto me dominaba. A fin de cuentas, tenía a dos sementales que,
aunque abusaban de mi cuerpo, eran mucho mejores que mi marido haciendo el
amor. Eran mucho más viriles y machos, y muy bien dotados. Aunque no me
trataban con ninguna delicadeza, me estaban haciendo el amor; y aunque el
culo me dolía muchísimo, tuve un orgasmo profundo e intenso, el primero en
mucho tiempo.
Cuando se me pasó la euforia momentánea, apenas unos minutos, volvió la
cordura, la vergüenza y el dolor. El tiempo se me hizo eterno. Yo
lloraba,
sudaba y gemía, pero apenas me movía ya, totalmente agotada, rendida a
mi
destino, a ser un objeto de placer para mi marido y sus amigos. Debía
estar
horrorosa, con todo el maquillaje cayendo por mi cara junto a mis
lágrimas,
mis ojos colorados de tanto llorar. Ya había tragado dos veces el
esperma
del gordo, que se corría en mi boca sin alcanzar la plena erección. Mi
boca
me sabía a demonios.
Al fin, el negro sacó su verga de mi culo. Sentí alivio, pero entonces
el
negro se colocó delante de mí. Su enorme y abultado rabo estaba lleno
de
sangre y restos de excrementos, todo mío, y de repente disparó todo su
semen
a mi boca y cara. Parecían litros, me llenó entera, me manchó el pelo y
me
puso aún más asquerosa. Luego el otro me arrojó sobre la cama y también
me
roció con su esperma.
Quedé tendida en la cama, sucia por dentro y por fuera. Ellos se habían
aliviado ya, se vistieron y se fueron. Tras reponerme fui para la
ducha.
Estuve metida casi una hora, pero aun así no me pude limpiar del todo.
Mi
ano estaba sangrante, y tardé una semana en recuperarme.
Aquella experiencia me hizo pensar. Si no quería dejar a mi marido,
debía
soportar todas sus humillaciones, así que decidí firmemente tomármelo
de un
modo diferente. Seguí simulando que me horrorizaba todo lo que me hacía
soportar, aquellos hombres mayores, de color, gitanos, todo lo que se
le
ocurrió, pero yo en el fondo disfrutaba con todo aquello.
No soy un objeto sexual para el disfrute de los demás, soy un cuerpo de
mujer que a partir de entonces disfrutó del sexo.
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