.:: RELATOS DE CORNUDOS ::.

  "La mirada del pastor (1)".

 

 Permitidme que me presente, me llamo Nicolás y me dedico al pastoreo de ovejas desde ya hace algunos años. No por continuar con el oficio de mi padre, ya que no me gustaba, fue algo circunstancial. Prefería la ciudad, cuanto más grande, mejor. Teniendo en cuenta que vivo en una apartada zona extremeña, qué mejor que Madrid para cumplir con mis expectativas urbanas.

 Al terminar los estudios primarios, que fui alternando con el pastoreo, ayudando a mi padre siempre que me lo pedía, decidí que no era vida para mí. Siempre que me acostaba, y me inundaban los pensamientos, una gran inquietud dentro de mi cabeza me gritaba a voces que tenía que estar entre humanos, disuelto en una sociedad que me ofreciese un futuro mucho más atrayente que a mi padre, que ya entraba en una edad infinitamente monótona y, además, con complicaciones físicas. Vamos, que no quería acabar como él y decidí, aprovechando una beca que me facilitaron en mi pueblo natal, procedente de las ayudas al desarrollo rural, trasladarme a Madrid. Mis padres decidieron que una tía materna iba a ser el mejor destino y, de paso, la estancia y manutención no serían tan gravosas en una de las ciudades más caras de Europa.

 No os quiero aburrir con mis días en la capital, el caso es que las cosas no salieron nada bien, ni en el terreno educativo, dado que el reto de una ingeniería que tuviese que ver con el medio rural era demasiado exigente para mí; ni en el aspecto emocional, en el que en vez de fijarme en algunas de mis compañeras de clase y corresponder a su interés por mí, me obsesioné con una relación imposible: la hija menor de mi tía.

 Ahora tengo cuarenta años pero debo deciros, sin petulancia, que conservo un buena parte del atractivo que sin duda alguna de mis compañeras de la ingeniería, agrónoma, concretamente, veían en mí. Es más, creo que la edad me ha dado un toque de serenidad en mis rasgos, externos e internos, que me hacen más seguro de mis posibilidades. Pero me he desviado un poco de lo que pasaba hace veinte años, en el Madrid de finales de los ochenta. Mi obsesión por mi prima, que en aquel momento era menor de edad, me hizo no aprovecharme de esa etapa loca que al final se etiquetó como La movida madrileña. Bien, la cuestión definitiva es que esos dos reveses unidos, el profesional y el sentimental, me hicieron recapacitar sobre mi estancia y futuro y a mediados de marzo del tercer año de carrera, con asignaturas pendientes del curso anterior y mis tíos con recelos sobre mi excesivo y sospechoso interés por su hija (que empezaba a ser recíproco), decidí cortar por lo sano, como se dice en mi pueblo, y volver a él para retomar mis orígenes o buscar otro camino. En esto me condicionó mucho, sin duda, la salud de mi padre, demasiado castigada como para seguir con el pastoreo.

 Claro, mis experiencias en Madrid, que en el terreno sexual fueron algunas y bastante alocadas, se vinieron conmigo y no me han abandonado desde entonces, convirtiéndome en alguien muy proclive a disfrutar de todo lo que caiga en y entre mis manos. Es más, aunque mi pueblo no es pequeño, mi vuelta, con el aura de hombre interesante que ha vivido en la capital, me brindó una serie de interesantes oportunidades y encuentros con las mujeres solteras; bueno, dado que esto es… digamos una confesión… laica, también con alguna que otra casada que se dejó deslumbrar por el brillo de la modernidad que yo traía pegado a la piel.

 Mis padres tenían una pequeña tierra fuera del pueblo, una parcela como se dice ahora. A mi vuelta de la experiencia capitalina, una vez probadas las mieles de la libertad, no me veía de nuevo viviendo con ellos. El estilo de vida que llevé durante mi experiencia capitalina me empujó proponerles, con verdadera vehemencia, mis ansias de independencia. Así que, tras superar todos los consabidos inconvenientes urbanísticos, construimos, en dicha tierra, una acogedora casa y quedamos en que yo viviría un poco a caballo entre ambas. Dado que no tengo más hermanos, la propuesta no tuvo la menor objeción exceptuando las lágrimas de mi madre ante la “prematura” independencia de su único hijo.

 Como podéis suponer, una de las principales razones de mi interés por tener mi propia casa era el sexo femenino, que en mi pueblo está muy bien representado. Han seguido pasando los años y ese morbo que despierto en el otro sexo no se ha mitigado, yo diría que incluso se ha reforzado. El resto de mis paisanos del pueblo, a mi edad, ya estaban demasiado emparejados o, incluso, casados y, la mayor parte, con hijos. Llevo con mucho honor y disfrute el título de eterno soltero, supongo que no de oro, todavía, y, al poco tiempo de volver, más de una se me hechó en los brazos para disuadirme de mi soltería. Y aunque al final han tenido que claudicar, no por ello han dejado de disfrutar en mi compañía.

 Por lo que ya sabéis de mí, espero que no me cataloguéis en el grupo de huraños, asociales, tipo abuelo de Heidi, que dispara a los forasteros que se acercan y que con sus ovejas tiene suficiente; por favor, todo lo contrario. El paso por Madrid abrió mi mente a todo y cuando digo a todo, es todo. Como supondréis tengo Internet en mi casa, en el piso de arriba. Aunque no es un cortijo, tiene dos plantas, con un par de dormitorios arriba, en uno de los cuales tengo instalado el equipo. Esta tecnología me ha hecho contactar con mujeres y parejas, siendo varias las que han llegado a visitarme. Además de parecerles físicamente atractivo, el hecho de plantear un contacto discreto, en medio del campo, en plan casita rural pero con servicios especiales, era lo que más les parecía más excitante. Por ello estoy al tanto de todas las tendencias y obsesiones morbosas de la gente, digamos más urbana. Tampoco descuido las relaciones físicas con mis amigos, dado que son un complemento genuino para una vida mental sana, pero culebreo en parte de mi tiempo libre entre messenger, foros, blogs y sitios así; todo ello me parece uno de los inventos más interesantes y jugosos que se han hecho para paliar la necesidad de relación que todos tenemos.

 Bien, toda esta extensa introducción, aunque escueta si consideramos que es un resumen de mis últimos veinte años, tiene que perfilar mi retrato para que saquéis el jugo a la experiencia que el otro día viví y tengais en cuenta que no os la relata un inexperto en estas lides ni alguien que se deja impresionar fácilmente. Pero así fue: impresionante de principio a final.

 Además de mis ovejas, también me ocupo de las de otros dueños que ya no tienen quién se las cuide, salvo si pagan por ello. Vamos, que no tienen hijos que hayan continuado su labor o que hayan vuelto, como yo, una vez que desertaron de los difíciles campos extremeños. En total, me ocupo de unas doscientas por lo que necesito la ayuda de mis tres perros que conocen su oficio y las manejan casi mejor que yo. El cuarto ayudante es una motocicleta, una Montesa todoterreno, algo antigua pero que me era casi tan fiel como mis perros y llevaba conmigo mucho más tiempo. La usaba para los momentos en los que tenía que desplazarme a otros pueblos o acompañar a los perros en alguna larga travesía.

 Pues bien, un sábado, de finales de septiembre de 2007, tenía que llevar a mis doscientas fieles amigas hacia unos pastos que todavía ofrecían algunos manjares. Decidí, dada la distancia que había que recorrer, llevar la motocicleta por si surgía algún problema. Normalmente suelo ir andando, con lo que aprovecho para mantener mi cuerpo en forma sin necesidad de acudir a un gimnasio, como hace la mayoría de la gente en las ciudades y, ultimamente, también en los pueblos.

 El sol iba cediendo en su fuerza cuando volvía hacia casa; todavía quedaba un buen trecho de camino y pensé que una merienda iba a sentarme de miedo. Una buena idea. Mis perros ya saben lo que tienen que hacer cuando me paro a comer. Se repartieron la vigilancia del rebaño, mientras, me dejé caer tranquilamente junto a unos álamos, ligeramente separado del camino y de la carretera local que corría paralela. Me encanta la música de su ramaje con el impulso de la brisa de la tarde. Dispuse mi mantel para dar buena cuenta de una merienda en seco, como se dice por aquí, consistente en queso (como no), jamón del bueno, unos tomates con aceite y sal, un poquito de vino del país, pan de leña y un melocotón de los que impregnan con su aroma el ambiente.

 Cuando estaba preparando los tomates oi que se acercaba, en dirección al pueblo, el inconfundible sonido de una buena motocicleta. No lo percibí tan nítido como para distinguir la marca, no soy tan fanático de las dos ruedas, pero sí como para adivinar que era potente y de carretera, de las buenas, de las que se beben los kilómetros como agua fresca. Se acercaba despacio, con ese ritmo que se les da a las motos cuando uno, el conductor, quiere disfrutar del paisaje, y otro (u otra), el acompañante, puede hacerlo también sin parecer un paquete desacoplado en el asiento de atrás. Seguí untando el aceite y la sal en el jugoso tomate que manchaba con su sangre, al cortarle, la palma de mi mano derecha, sin dejar ni un momento de satisfacer mi curiosidad por ver la moto. Me gusta imaginar qué motivos traen a la gente a mis dominios. Cuando vives solo te vuelves bastante curioso, no cotilla, pero sí te interesan los detalles de los demás, sobre todo si están en tu pequeño imperio; aquella tierra lo era para mí. El ronroneo del motor se hizo más tímido y supe que iba a dejar la carretera para adentrarse por el camino junto al que yo estaba. Enseguida divisé la máquina y al momento se formaron en mi cabeza unas letras y unos números: Honda CBR 600. Una veloz maravilla de la ingeniería japonesa. Al mando iba un hombre enfundado en su traje de cuero. Impecable. Y agarrada a sus caderas iba la inconfundible silueta de una fémina; en vez de traje de cuero, llevaba una buena cazadora y un vaquero rematado por unas botas de un negro brillante. Pasaron muy cerca de mí pero con la preocupación de evitar los desequilibrios del camino, el conductor no reparó en mi presencia. El casco de la mujer se giró discretamente hacia mi puesto de vigía y volvió rápidamente a enfilar el frente. Vi cómo se alejaban despacio por la tierra y me quedé ensimismado por la visión posterior de la mujer. Que excitante es la postura de ellas en las motos de carretera: abiertas de piernas, abrazadas al conductor, echadas hacia delante y con el culo siempre prominente. Exquisito cuadro.

 Para mi sorpresa, a unos cien metros de mi vista, pararon la moto y se bajaron. Supe que estaban junto al puente que, por debajo de la carretera, hace posible que corra hacia el pueblo, cuando lleva agua, el pequeño arroyo que en primavera es riachuelo, pero que todo el año tiene el mismo nombre: Arroyo Carolo. Vete a saber si el nombre le viene de algunos de los reyes Carlos XXX que hace siglos también pararon por aquí, como esa pareja que había conseguido que no terminase de prepararme la merienda con el esmero de siempre. En mi zurrón suelo llevar unos prismáticos: necesidades del oficio. Con ellos pude ver mejor cómo se quitaban el casco y al aire aparecía una melena oscura de mujer atractiva. La cabeza del hombre, de pelo bien cortado, me tapó la de ella cuando se acercó para besarla con mucha pasión, como con verdadera urgencia. Seguro que ella, en el camino, había estado jugueteando con el miembro del conductor y ahora su dueño quería devolverle las atenciones.

 No me importó que pudieran verme, yo jugaba en casa y ellos eran los forasteros, aunque tampoco parecía que ellos quisieran ocultar nada, dado que en alguna ocasión miraron hacia mí y siguieron con sus apasionados besos, friccionando la tela y el cuerpo de sus cuerpos. Supongo que prefirieron, para sus escarceos, un resguardo más agradable y discreto: el puente. Sentí una gran desilusión cuando tomaron esa decisión porque intuí que deseaban pasar a palabras mayores y habían decidido hacerlo fuera de mis ojos.

 La desaparición de mis observados y la seguridad de que algo interesante iban a hacer, unido a la espuela que laceraba mi imaginación, me hacía aumentar los latidos de mi corazón. Les empezaba a imaginar desnudándose precipitadamente para disfrutar de un fugaz orgasmo; provocado por la boca de ella o arrancado de su garganta mientras se apoyaba con la frente y las manos en la pared del puente para recibir las embestidas del duro miembro de su conductor particular. Aceleré la conclusión de la merienda y, mientras levantaba el campamento, di cuenta a bocados del tomate, engullí una loncha entera de queso, eché un buen trago de vino para que además de evitar el atragantamiento, me hiciera ver todo más provocador y, así un melocotón con mi mano para no perderme el postre. Advertí a los perros de la continuación del viaje y comencé a andar por el camino hacia el puente. A cada paso, mi corazón seguía animándose y contagiando mi estómago y sienes, que latían al compás, indicándome la proximidad del objetivo. Restaban unos 50 metros y uno de los perros iba bastante adelantado. Pensé que su llegada al puente advertiría a la pareja y haría que la visión no fuera todo lo morbosa y excitante que yo imaginaba.

 Noxtrum, mi mejor perro, se había parado junto a la moto y miraba descaradamente hacia dónde se supone que estaba la pareja. Aunque aceleré el paso, ya esperaba verles salir, arreglando sus ropas y malhumorados por el puto perro, pero no. Allí estaba mi amigo, aparentemente interesado en ellos, pero los del puente o no se habían dado ni cuenta o les importaba un rábano que detrás del perro pudiera venir todo el rebaño, con pastor incluido. Ante ese despiste u ofrecimiento recorrí los últimos pasos que quedaban hasta que me vi casi tocando la moto, aparcada al comienzo del puente. Mi corazón había iniciado el envío de sangre no sólo a las sienes, sino a mi miembro, que animado por el paseo, el vino y mi imaginación, estaba ya en una digna posición digna.

 Dudé, justo un metro antes de poder ver el interior del puente, entre pararme, mirar de refilón e intentar que ellos no me viesen o pasar por delante del puente con el paso más lento que pudiera para captar una suculenta cantidad de fotogramas de la película que allí debajo se grababa. Noxtrum decidió por mí. Al verme parado junto a la moto amagó un ladrido que delató mi presencia por lo que opté por lo segundo, con la cabeza totalmente girada a la izquierda, como en los desfiles.

 Al primer paso me hice una composición de lugar: él, apoyado con su cabeza en el arco del puente y su pelvis lanzada hacia delante, usaba la boca de su chica como el mejor lugar para enterrar su polla. Tan sólo una camiseta en su cuerpo y el mono de cuero, como si fuese su piel, se arremolinaba en sus tobillos. Ella, en cuclillas, sin cazadora y con la camiseta subida hasta debajo de sus axilas, engullía la hermosa herramienta de su amante. Al aire, sus considerables pechos, rozaban sus rodillas. La visión me tenía eclipsado y casi ni andaba. Sentía que me deslizaba sobre la arena pero sin avanzar. Noxtrum volvió a ladrar ante la extrañeza de ver a su amigo caminando sin moverse y eso hizo que él girase su vista, para comprobar que el animal no estaba sólo. El hombre, desde su posición más elevada, advirtió a su compañera de mi presencia, la de una figura masculina que les miraba primero con asombro, después con descaro y, por último, con deseo. Ella, al verme, apartó la boca de su manjar para mirarme también retadora. Asió la polla y, sin dejar de mirarme, se la introdujo en la boca con tal brío que tuvo que rozar su garganta. Volvió la mirada hacia él y sacando totalmente el miembro le dijo unas palabras que él, con una afirmación de su cabeza, corroboró. No sé que le diría pero ella demostró mucha más pasión y deseo; empezó a devorar la polla que se le ofrecía pletórica, a lo que yo, con mi mera presencia, supongo había colaborado. En los escasos dos metros que me quedaban para que la incitante escena saliera de mi campo visual no aparté mi vista del movimiento que a la cabeza de la mujer le imprimía las manos del hombre. Le estaba literalmente follando la boca, lo sé porque es una visión que acude a mí en noches de soledad. Levanté mi vista antes de la despedida y vi como el hombre me miraba fijamente y, mientras jadeaba por la sabia boca de su juguetona hembra, me dedicó una sonrisa. En mi mente flotó muda la frase: “En mi casa estaríamos más cómodos”.

 Lo hubiese hecho delante de ellos, pero por educación… por eso, nada más perderlos de vista me apreté varias veces la polla, que estaba tan dura como la del que disfrutaba bajo el puente. Sentí un cosquilleo tan agradable que decidí parar no fuese a correrme allí mismo. Llegaría a casa y en la intimidad ya se vería. Mi respiración seguía acelerada y para que no decayese aumenté el paso en dirección a mi casa, que se divisaba nítidamente desde el puente. De vez en cuando giraba la cabeza para ver si los amantes seguían allí. Qué se habían propuesto, hacer noche. Llegué a casa y, ya con el rebaño encerrado, volví a sacar los prismáticos. Aunque la luz me permitía, a simple vista, atisbar desde allí el bulto de la moto, preferí acercar la escena todo lo posible. Comprobé que ambos estaban aún en la entrada del puente, arreglando sus atuendos y con la intención de volver sobre sus pasos. Supongo que al confort de un cercano hotel o a su propia casa para concluir con esmero y tranquilidad lo que habían comenzado con atropello e incomodidad. Intención y deseo en los que coincidíamos los tres. Les miraba casi con nostalgia, como si entre nosotros hubiese habido una verdadera aventura.

 Se empezaba a disipar la escasa claridad que queda cuando el Sol se mete por el horizonte, por lo que empecé a intuir que algo no iba bien. No es conveniente viajar en moto de noche si se puede hacer de día, y menos por carreteras secundarias. Pude comprobar que él se agachaba a mirar en la moto pero que no daba muestras de que la máquina arrancase. Fijé la vista en ella que, con el casco en la mano, parecía estar cada vez más nerviosa, deambulando alrededor de la moto.

 Tengo instaladas células fotoeléctricas de las que, mediante un reloj, echan de menos la luz del Sol y se encienden por su cuenta. Por lo que a esas alturas de ese sábado de septiembre ya se habían encendido y se erigían como la única luz en varios kilómetros a la redonda. Ella, sin duda, que no confiaba demasiado en las dotes mecánicas de su chico, se había percatado de la luz que mi casa desparramaba en derredor. Vi cómo apuntaba varias veces hacia la casa, con su mano bien estirada y con insistencia. Ese gesto de ella hizo que una descarga eléctrica recorriese mi cuerpo ante la posibilidad de recibir su visita. Mi casa siempre está preparada para una llegada sorpresa, sobre todo de mujeres. Siempre dispongo de reservas de comida y bebida por si hay que recoger a alguna descarriada que quiera hacerme compañía y, por sitio para dormir, bueno… camas, no hay problema: tengo un par de habitaciones siempre preparadas.

 En el silencio del atardecer me llegó el sonido del arranque de la moto; con él se desvanecieron mis morbosas expectativas de una posible noche jugosa. Ajusté la nitidez de los prismáticos y comprobé, con curiosidad, cómo la motocicleta continuaba por el camino que yo tomé nada más dejar de verlos; ver, con inquietud, como seguían el trayecto que paralelo a la carretera se acercaba al cruce con el camino que iba a mi casa y, con sorpresa, cómo dejaban aquel para adentrarse en éste, directamente hacia mí.

 Ante la inminente llegada dejé los prismáticos en la mesa del porche, a la vista, y esperé a que se acercaran, pretendiendo dar una impresión de seguridad y de estar atento, como buen pastor, a todo lo que sucedía a mi alrededor sin importarse que pudieran pensar que les estaba echando una ojeada.

 La Honda paró a pocos metros de mi casa, dejé de escuchar el rugido del motor, me embelesé con el descenso de la esbelta y rabiosamente femenina silueta que tenía grabada en mi mente, aunque en otra postura y, por último, vi bajarse al piloto. Todo me parecía teatral, como si no tuviese nada que ver con una pareja en apuros, sino más bien, con dos personas proclives a las relaciones directas con desconocidos. Mi vena más morbosa se estaba apoderando de mi razón. Nada en sus movimientos hacía intuir que tuviesen prisa por resolver problema alguno. No era una impresión de mi subconsciente, que todavía mantenía la imagen de la chica con la polla de su novio en la boca y sus ojos clavados en mí. Era una situación real que se me ofrecía, como diamante en bruto, en ese atardecer de septiembre. Ella se adelantó mientras se quitaba el casco, brillantemente decorado.

 - Hola, soy Carol y perdona que te abordemos así pero necesitamos un poco de gasolina para este juguetito que la devora sin piedad- dijo ella sin dejar de mirarme a los ojos y mostrar una sonrisa que me pareció enigmática.

 En vez de responder inmediatamente a su petición, aproveché para fijarme en sus rasgos una vez que sus rizos aparecieron al despojarse del casco. La iniciativa que había tomado ante mí, tuteándome y adelantándose a su novio, que todavía andaba dejando el casco y los guantes sobre el asiento de la moto, me sorprendió casi tanto como su juventud. Tras esa fortaleza en sus palabras se escondía una mujer de unos 25 años, de cara redonda y perfilada que mostraba, como armas principales de seducción, unos grandes y oscuros ojos que irradiaban un brillo especial con la luz del ocaso y una boca más bien pequeña, pero muy atractiva, que al sonreír, cuando indicó la voracidad de la Honda, dejó entrever unos dientes preciosos y de un blanco tan intenso como la nieve que a veces se acumulaba en los cerros que hacían de escenario de mi querido valle. Creo que no fue una visión irreal pero al acabar su frase percibí cómo la punta de su lengua toco ligeramente el labio superior.

 - Bueno, eso va a depender de la gasolina que use vuestro juguetito.

 - Hola, soy Fran y supongo que Carol ya le habrá contado… –un joven decidido y con brío, de edad similar a la de Carol y de aspecto amable (muy distinto al que bajo el puente se derretía dentro de la boca de su novia) a pesar de su pelo rapado y sus facciones angulosas, me lanzaba su mano para que la estrechase con energía.

 - Sí, problemas de caldo, ¿no? Pero tutéame, por favor. Mi nombre es Nicolás.

 - Bien, Nicolás, pues eso es exactamente y hemos supuesto que al vivir por aquí, un tanto aislado de la civilización, dispondrá… esto… dispondrás de algún vehículo… ¿No?

 - Aunque antes fueses andando… -agregó Carol con la intención de hacerme recordar las escenas bajo el puente.

 - Ah, sí, antes… bueno…, no suelo ir motorizado cuando voy con los animales. Lo que en muchas ocasiones tiene su recompensa a la hora de fijarse en los detalles que ofrece el paisaje… –si ella estaba por la labor de refrescar la memoria reciente, yo no iba a ser menos, la diferencia de edad era un factor a mi favor; ella estaba tomando la iniciativa en este asunto, por lo que decidí arriesgar a ver hasta qué punto del juego estaba dispuesta a implicarse.

 - Pues no tengo buenas noticias para vosotros, chicos. Tan sólo dispongo de un diesel, un pick up, ya sabéis, de esos que van descubiertos en la parte trasera.

 - Quizá no sean tan malas noticias, ¿no te parece Fran? –y sus ojos se balancearon de su novio a mí con toda la intención del mundo.

 - Pues yo creo que sí, porque el diesel no nos sirve. ¿Y una gasolinera cercana?

 - Ufff… a estas horas, difícilmente. Braulio, el del surtidor, tiene un horario muy especial. Grandes madrugadas y al caer la tarde, al bar.

 La frase eliminaba cualquier posibilidad de repostar. Era el momento clave de la conversación y dejé mis palabras flotando en el aire para que cayesen inquietantemente sobre su silencio. Por supuesto que les mentía dado que además del Nissan Pick-up, tenía en el patio la motocicleta.

 - Mi abuela siempre dice: “A grandes males, grandes remedios”.

 - ¿Y qué tiene que ver ahora tu abuela, Carol?

 - Pues está muy claro, que a veces… bueno, que… dado que estamos en un apuro y teniendo en cuenta las horas que son… qué te parece, Nicolás, si nos das asilo por esta noche y…

 - Pero Carol…, cómo puedes tener tanto morro –dijo él sin llegar a ser demasiado convincente en su sorpresa.

 - No, déjala, si tu novia tiene razón con lo de la frase de su abuelo. Aunque en este caso, el remedio no será tan grande, porque mi casa es más bien discreta, eso sí, limpia y confortable.

 - Ves, cariño, eso es un sí. ¿No te digo siempre que ser abierto con los demás siempre es para bien? Ya sabes que yo lo soy… -y volvió a mirarme para que no dejase pasar por alto esta nueva insinuación.

 - Pero no queremos molestar, además, no nos conocemos de nada y me parece tan… vamos, un atropello –añadió el chico para rubricar la aceptación de mi invitación, bueno, la de su novia que era la que desde el primer momento parecía tener claro dónde, y seguro que cómo, quería pasar la noche.

 Como un relámpago, una suposición cruzó mi mente. Para cerciorarme de ella les dije que arrimasen la moto al lateral de la casa, que estaría más resguardada, consejo que a un motero siempre le va a parecer bien. Le indiqué que no arrancase, que yo le ayudaba a empujarla hasta el lateral del porche mientras invité a Carol a que entrase en casa y se fuese acomodando. A ciencia cierta pude comprobar que dentro del depósito se movía suficiente líquido como para llegar a la civilización: bingo. Ambos habían preparado la escena y eran actores creíbles. En esta ocasión, su público, se había convertido en integrante de la obra y estaba dispuesto a seguir apoyándola hasta los aplausos del final.

 Una vez que todos estuvimos dentro, encendí una de las radios que tengo en la casa, que emite una mezcla de noticias y música que me agrada. No suelo cambiar la emisora de la radio pero en ninguna de las que tengo está sintonizada la misma, por lo que según me muevo por la casa, puedo escuchar las cadenas que me gustan sin andar con los engorrosos diales. Hasta las nueve no hablaría nadie que no fuéramos nosotros tres, y por lo que veía, a Carol, enseguida le pareció muy buena idea que la música inundara la estancia. Mientras que su novio y yo había resguardado la moto, ella había aprovechado el tiempo: se había quitado la cazadora, buscado por su cuenta el lavabo, retocado el pelo y dado un toque de color a sus ojos. Todo ello le hacía aún más atractiva que cuando se plantó ante mi puerta con su mentira pactada. Me quedé mirándola fijamente, descaradamente, sin importarme que se diese cuenta que me la estaba comiendo con los ojos y, mucho menos, sin reparar en que su novio estaba junto a mí. La seguridad de mi descubrimiento me daba más alas que el famoso RedBull que tanto se anunciaba.

 - ¿Te importa que vaya al lavabo? Mira que manos, Nicolás.

 - Según vas por ese pasillo, la penúltima a la izquierda –le indicó rápidamente Carol para que ambos supiésemos que ya había colonizado la casa.

 Nada más desaparecer Fran por el pasillo, Carol se acercó a mí y con su mirada más interesante me preguntó si solía ser tan hospitalario con todos los desconocidos que pasaban por allí.

 - No, pero… vosotros dos no sois desconocidos para mí… y además, ¿sabes lo que pienso?

 - ¿No…? ¿Y eso por qué…? –Me interrumpió y vi como inspiraba profundamente, gesto que se convirtió automáticamente en una forma muy efectiva de mostrarme que su pecho, a pesar de no ser exagerado, encerraba todos los adjetivos, de la a a la zeta, desde altivo hasta zalamero. Como su dueña, tan joven y tan caliente.

 - No creo que haga falta que te recuerde la escena del puente…

 - ¿Y por qué no? A mí me ha encantado.

 - Además, ¿sabes una cosa Carol? Creo que vosotros… -y justo cuando estaba a punto de hacerle ver que estaba al tanto del asunto del depósito volvió su novio del lavabo.

 - ¿De qué habláis? –preguntó por romper el silencio que se había adueñado de la sala tras su aparición.

 - Sabes, cielo, Nicolás es total, me estaba recordando que para él no somos extraños, que ya nos conoce de antes…

 - ¿Y eso? ¿De cuándo?

 - Tú también a veces pareces lelo. Pues de cuando va a ser, de hace un rato, del puente…

 En ese momento me di cuenta que era ella la que llevaba el peso de la escena dado que él se llegó a inquietar por su franqueza. Es más, su cara se tornó más rosada y en sus ojos pude advertir un cocktail de corte y excitación, tanto por el recuerdo de mi paso ante ellos como por las palabras decididamente morbosas de su novia. Ella, en ningún momento, parecía azorarse por estar en presencia del hombre que había visto cómo sus tetas se movían al ritmo de su profunda mamada.

 La noche no podía empezar mejor. Todo el morbo de esa hembra que empezaba a regodearse de su situación de poder, sobre todo ante su chico, y que se entregaba en mis brazos, en mi territorio. Pensé que no estaba siendo todo lo hospitalario que debía y decidí que era el momento de cenar, a lo que ambos no pusieron ninguna objeción. Claro, me ocupé de que la cena fuese acompañada con bueno vino, porque la ocasión lo merecía. Cuando me disponía a abrir la botella volví a comprobar que todo se iba encarrilando.

 - ¿Qué os parece un vinito?

 - Por mí sí, pero a Carol no le hace mucha gracia…

 - Sabes una cosa, Fran, esta noche, a Carol, todo lo que proponga nuestro anfitrión le hace gracia, que lo sepas… y para empezar, echa en mi copa ese vino que tiene tan buena pinta –dijo firme y apasionada, dejando muy claro quién iba a decidir lo que pudiera iba a pasar.

 - Sí, perdona, pero es que tú… y el vino… pero bueno, no quiero ser un cortarrollos…

 - Pues no te preocupes que no voy a dejar que lo seas, cielo.

 Las viandas que anteriormente, por la premura de mi instinto voyeur, lograron resistir, junto a otras más elaboradas que tenía en el frigorífico, fueron cayendo ante el apetito que nos había embargado a todos. La mesa era cuadrada y Carol estaba entre ambos, porque ella así lo decidió. Dijo que sí yo compartía con ellos lo que tenía, ellos no iban a ser menos. Sin duda, su frase hizo más húmedas y calientes mis elucubraciones.

 A medida que el vino iba haciendo efecto en ella, al parecer poco acostumbrada a alcoholes fermentados, la situación se iba animando, incluso le daba pie para comportarse cada vez más promiscua conmigo ante los cada vez menos atónitos ojos de su novio. Era descarada. Y lo era cada vez más y conmigo, tanto en sus palabras como en sus obras. Colocaba su mano sobre la mía para contarme algo que le hacía gracia, ponía su mano en mi hombro o dejaba caer su cabeza sobre mí, como una niña mala que quiere engatusar a su rígido tutor. Pero, además de esas manifestaciones aéreas, también me procuraba otras subterráneas, con sus pies. Manifestaba cierta torpeza con ellos, pero el morbazo de la situación compensaba ese insignificante detalle. Además, me di cuenta que, bajo la mesa, también le procuraba a su novio algunas de las atenciones que conmigo todavía no se atrevía, sin importarle que yo pudiera ver sus manejos. En una ocasión, mientras me inclinaba para echar más vino en sus copas, pude advertir como Carol sobaba descaradamente la bragueta de su acompañante mientras le decía… ¿Cielo, te gusta? ¿Te gusta… el vino de Nicolás? Y nada más recibir la afirmación, apenas audible de su novio, añadio: Sabes, me apetece que hoy… hoy me gustaría que sucediese algo diferente, algo… pero algo especial. Y alargó esa ele, manteniendo la boca abierta y la punta de su lengua ayudando a la fonética con más morbo que nunca.

 Giró la cabeza hacia mí y me preguntó con los ojos brillantes y los labios jugosos: Y a ti, Nicolás, ¿no te da mal rollo estar aquí… tan solo? Le dejé muy claro que estaba muy a gusto como estaba y que había vivido varios años en Madrid, dónde uno puede estar mucho más envuelto en la multitud pero más solo aún; aproveché para hacerles un breve resumen de lo que ya habéis leído al comienzo del relato mientras dábamos buena cuenta de un tierno flan que una de mis amigas del pueblo me había traído la noche anterior.

 Decidí lanzar la pelota a su tejado e interesarme por el tiempo que llevaban juntos y sobre algunos aspectos de su idea de pareja, como la confianza, el conocimiento de la otra persona, el resto del mundo, poniendo en duda que dos personas puedan llegar a conocerse del todo. En este punto, Carol entró con vehemencia, afirmando que ella conoce y reconoce a Fran en todos los aspectos, cuestión que yo puse en duda, aunque fuese para ver como la intensidad con la que defendía sus afirmaciones se iba evaporando bajo los efectos del vino. Me era fácil derrumbar sus argumentos, además disfrutaba con el roce de uno de sus pechos en mi brazo cada vez que rebatía mis dudas sobre el conocimiento de la pareja propia. Cada vez que eso sucedía yo apretaba mi brazo contra ella, pero Carol parecía no darse cuenta, lo que me daba cada vez más pie a restregarme descaradamente con ella. En cambio, Fran sí se daba cuenta, me miraba, pero obediente a las instrucciones de su novia al comienzo de la cena, no mostraba contrariedad, es más, noté en sus ojos una ligera aprobación mezclada con un atisbo de excitación.

 Acabó la cena y me quise levantar a quitar los platos pero Carol, muy dispuesta, me empujó del hombro contra la silla.

  - Tú no te muevas, bueno, a menos que quieras poner unas copas, que esto lo quitamos entre Fran y yo.

 - ¡Vale, vale! Buscaré un poco de whisky, Cardhu, de malta, que tengo por aquí.

 Era una mujer con carácter y a todas luces quería dominar la escena. Pero yo no iba a dejar que lo hiciera a su antojo, sólo hasta dónde a mí me conviniese. Estaba sacando los vasos del mueblebar cuando noté como alguien se ponía detrás de mí, muy cerca, y me preguntaba: “¿Te echo ahora una mano a ti?”

- ¿Y tu chico?

 - Deja a Fran, está terminando de colocar un poco la cocina, qué menos puede hacer por alguien que nos ha acogido tan bien, ¿no?

 - ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer con el que os ha acogido tan bien?

 - Eso va a depender de hasta dónde estés dispuesto a llegar, ya me has visto que no suelo tener muchos reparos si estoy a gusto, y ahora… y en eso tienes mucho que ver, lo estoy, Nicolás.

 - Ya, pero… -Y apunté con mi cabeza hacia la cocina, dónde se oía ruidos de porcelana.

 - No te preocupes por él, hoy va a hacer lo que yo diga o, mejor dicho, no va a decir nada que yo no quiera que diga, vea lo que vea.

 - Carol, tus palabras son muy prometedoras, pero te advierto que no estás delante de un muchacho al que le sorprenda una situación así, no sería la primera vez…

 - Calla, no me hables de otras veces; hoy es ahora, diferente a todo lo demás.

 - Espero que no sean sólo palabras y que estés dispuesta a jugar a lo que yo te proponga, bueno, quiero decir, a ambos.

 Carol acercó sus labios a los míos y tuve la certera sensación de que ese ligero roce era el sello que certificaba sus ganas de pasar una noche inolvidable. En ese momento llegó a la sala Fran y, aunque no vio el beso, sí advirtió cómo Carol se ralentizaba al alejarse de mí, sin ninguna prisa.

 - ¿Qué? ¿Ya te está Carol convenciendo de algo? –dijo Fran para romper un poco el hielo.

 - No, soy yo el que le estaba proponiendo…

 - ¡Un juego! –se adelantó ella mientras yo disponía sobre la mesa lo necesario para tomar una copa sin dejar de manejar la escena, aunque Carol sintonizaba la misma frecuencia.

 - ¿Un juego? Espero que a nadie se le haya ocurrido cosas del estilo de la botella y beber para emborrachar a la chica, ni niñerías de esas…

 - No te preocupes que ya, por lo menos algunos, somos bastante mayorcitos para eso –afirmé antes de que a Carol le pudiera apetecer algo de ese tipo.- Este juego tiene que ver con lo que hablábamos sobre el reconocimiento de las parejas, ya sabes, antes…

 - ¿Antes? ¿Cuándo? ¿Mientras estaba en la cocina?

 - A veces… Fran, te crees que a tus espaldas sucede todo… ¿No recuerdas que he dicho que te conocería y reconocería en cualquier situación? ¿Es esto la clave del juego? –Además de atractiva, era muy inteligente; explosiva mezcla en una mujer joven.

 Encendimos la chimenea y frente a ella nos sentamos en el sofá. Cada uno con su copa y, de nuevo, Carol en el medio. Aunque esta vez, en mejor posición para mí. Sólo había dos plazas en el sofá y ella había querido que fuese yo el que le acompañase, mientras que a Fran le indicó que se sentara en una de las butacas individuales, junto a nosotros.

 - ¡A ver! Venga ese juego; estoy deseosa de divertirme.

 - Bien, es muy sencillo. Tú debes reconocer quién de los dos es el que tienes delante mientras te hace lo que se nos vaya ocurriendo, ese es el reto- le aclaré con toda la didáctica que pude.

 - ¿Y dónde está la dificultad?

 - Pues está claro, Carol… Nicolás te va a vendar los ojos, ¿no es verdad?

 - Uhmmm… siempre que me vendan los ojos las cosas acaban muy bien, ¿a que sí, Fran?

 - Lo supongo, pero esta vez va a ser diferente a cuando él te los venda.

 - ¡Estoy preparada! –y a la vez que cerraba los ojos abría los brazos, préstandose, echándose aún más sobre el juego.

 - No pongas tan lejos los brazos, preciosa, que necesito tus muñecas juntas.

 - ¿Qué le vas a hacer? –preguntó Fran con curiosidad.

 - Quitarle las tentaciones.

 Saqué dos pañuelos de uno de los cajones del aparador y me dirigí a Carol, que tenía los ojos muy abiertos. Su pecho ascendía con velocidad al compás de su agitada respiración. El juego hacía su efecto, le estaba empezando a cautivar.

 - Esperad, esperad, chicos… Ah, y te voy a decir una cosa, Fran: todo lo que veas a partir de aquí, que no te moleste, ¿eh? Que hemos venido a pasar una noche especial, ya te lo dije cuando pusimos rumbo hacia aquí. Y ahora, esperad, quiero… ¡Una pista!

 Y frente a mí, echó sus manos a mi cuello, plantando sus labios en los míos; cerró los ojos y buscó con su lengua penetrar en mi boca, ante la pasmada mirada de su chico. No quise ser menos y sin emplearme a fondo para no dar más pistas de las necesarias, acepté su boca durante unos instantes para comprobar que me besaba con mucho deseo. Comprobé que estaba empezando a ronronear, como una gata en celo, y que el aire salía por su nariz cada vez con más fuerza. Aquello me estaba excitando muchísimo. Era el principio.

 - Uhmmm… ya está. Ya sé algo más de ti, Nicolás. (CONTINUARÁ...)
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