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  "Jamás sería una esposa infiel (1)".

 

 Capítulo 1 - El poder.

 Siempre fui una mujer romántica, pero también bastante celosa, posesiva y algo reprimida. Para mí la fidelidad siempre fue un valor incuestionable, nunca entendí ni acepté el sexo sin amor. Por eso, cuando descubrí la infidelidad de Alberto, mi primer gran amor, todo mi mundo se vino abajo. Durante muchísimo tiempo quedé prisionera de esas sensaciones de angustia y vacío que se instalan cuando la persona amada pone sus ojos en otra mujer, para colmo más joven y, lo que es peor, se enamora de ella y se va detrás.

 No dejé de amarlo, no me pude recuperar. Tuve otras parejas en los años siguientes, pero nunca en realidad les entregué mi corazón. Peor aún, me volví desconfiada, controladora y posesiva. Hice de la fidelidad una especie de culto y me convertí en una criticona de cualquier situación ambigua, insoportable hasta para mis propias amigas. Paradójicamente yo me seguía viendo con Alberto, a espaldas de mis novios, pero no consideraba ello una infidelidad porque no teníamos sexo y solamente se trataba de una tortuosa relación basada en la culpa (de él) y la venganza (mía), bajo la apariencia de una amistad profunda y antigua.

 En este estado me encontraba cuando conocí a Javier, mi marido. Desde el principio me sentí atraída, pero por supuesto que no estaba dispuesta a confiar. El estaba divorciado y tenía frecuentes contactos con un ex mujer por asuntos vinculados a los hijos que tenían en común. Yo inconscientemente resentía esos encuentros pero no hice ningún comentario en forma abierta porque sabía que él no tenía ningún otro interés en ella. De todos modos lo controlaba y lo celaba, pero Javier una y otra vez me demostraba su amor por mí y también una sinceridad aterradora, que me dejaba en un estado de confusión y sentimientos encontrados. Finalmente decidí contarle lo de mi ex, pero no pude convencerlo de la inocencia de tales encuentros y, contrariamente a lo que yo esperaba, tuve que prometerle terminar con aquella relación porque no quería perderlo. Por alguna razón Javier nunca me creyó del todo y a partir de entonces se fue convirtiendo en un hombre celoso y desconfiado.

 De inmediato me dí cuenta del poder que tenía sobre Javier con motivo de sus celos, porque yo misma había pasado por ese infierno. A partir de entonces comencé a jugar con su imaginación para tenerlo más y más pendiente de mí. Hacía comentarios, como al pasar, sobre mi jefe o los compañeros de trabajo porque sabía que se le iban a clavar como dardos envenenados. Poco a poco fue perdiendo la compostura y comenzó con los típicos planteos de una persona enceguecida por los celos. Por supuesto que yo siempre rechazaba sus sospechas y me hacía la ofendida para hacerlo sentir culpable y, por lo tanto, más dependiente de mí. La fórmula funcionó de maravillas y al poco tiempo nos casamos.

 Pero la felicidad duró poco porque a los pocos meses Javier perdió su trabajo y se sumergió en un estado de depresión que de inmediato repercutió en el matrimonio. La relación empezó a languidecer. A pesar de mis esfuerzos no conseguía estimularlo. Decidí apostar más fuerte por el camino de los celos y comencé a hablarle de un compañero de la oficina, Franco, que en verdad me gustaba mucho. Al mismo tiempo comencé a llegar más tarde del trabajo y a organizar encuentros con mis amigas para dejarlo solo un par de veces por semana. También le hice saber que Alberto me había llamado varias veces, pero que solamente habíamos hablado por teléfono. Javier acusó el impacto y lentamente volvió a demostrar interés por mí. Lo malo fue que empezó a ponerse agresivo y más de una vez amenazó con la ruptura. Pero yo sabía que lo tenía de nuevo a mis pies y con unas pocas palabras lo dejaba nuevamente en el estado de culpa y sumisión que a mí me convenía.

 En una ocasión después de hacer el amor, le dije que había disfrutado mucho y que era un gran amante (lo cual era absolutamente cierto), sensible, cariñoso y siempre preocupado por darme placer. Sin embargo, no pude con mi genio y maliciosamente le dije que las mujeres no entendíamos el mito que los hombres tienen con la cuestión del tamaño, ya que él, con su miembro de dimensiones normales, invariablemente me llevaba al orgasmo y que ello solamente me había sucedido con Alberto. Al instante mi marido cayó en la trampa y, sin pensarlo, me preguntó por el tamaño del pene de mi ex, descontando que mi respuesta sería que era de tamaño normal. Con fingida espontaneidad y con un lenguaje brutal que yo jamás usaba le contesté: “La verdad es que Alberto tiene un miembro muy grande, tan grueso que apenas cabe en mi boca, me atendía mucho y bien, pero eso fue hace tiempo y ya lo olvidé, vos sos mi amor ahora.”

 Mi esposo se quedó mudo con la sonrisa petrificada, trató de disimular cambiando de tema, pero era transparente para mí y tuve la certeza de que esa imagen no se le borraría jamás: la de mi boca abierta a más no poder, rebozante de fluidos.

 Al instante me sentí doblemente excitada: por ese recuerdo fabuloso y por la expresión de contrariedad y turbación de mi marido. De inmediato me monté sobre mi esposo y lo cabalgué con una intensidad desconocida para él, al mismo tiempo que yo, sin mirarlo ni besarlo, me relamía una y otra vez los labios para que supiera exactamente lo que estaba pensando. Inevitablemente mi marido llegó al climax teniendo la plena seguridad que su esposa en ese mismo momento estaba gozando con el recuerdo de otro hombre. Sentí la humedad de su semen y en un par de sacudones más llegué a un orgasmo espectacular sin reprimir esta vez los gemidos de placer. Desde arriba miré a mi marido con mi mejor sonrisa y casi pude oir el ruido como de cristales estallando en su mente. Javier nunca me traicionaría, nadie me haría eso otra vez
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