Soy
el marido cornudo de Pili, la hermosa y caliente mujer que, desde hace
tiempo y como ya os he contado en cartas anteriores, tiene como "novio"
a Domingo.
La anterior
Navidad, volvía a entristecer mi relación con Pili tras la partida de
Domingo con su familia. Iban a ser quince días de separación, tedio y
melancolía.
Mi morena
esposa, de enormes ojos marrones y mirada oblicua y aterciopelada,
nunca me había parecido tan hermosa. Realmente Domingo, su hasta
entonces "novio", la había mejorado en calidad y cantidad en esos siete
meses de "noviazgo". Había puesto cuatro kilos en su fina anatomía.
¿Como había estado tan ciego antes de fijarse él en ella?.
Si os dijese que me parecía, anteriormente, feúcha. Un "callete"
pensaba que tenía por consorte. Por efecto de una leve miopía no quería
nunca ponerse sus gafas que la hacían tan interesante.
De nariz
encantadora y casi recta con la frente, cara de óvalo perfecto y boca
tiernamente sensual, siempre dispuesta a sonreír, a desarmar a
cualquiera.
Nunca me había fijado suficientemente, en los ocho años de feliz
casorio, como revelaba su blanquísima hilera de dientes sin mácula al
sonreír.
¿Como he
podido ser tan gilipollas de encontrar siempre más verde la hierba del
vecino que la mía?.
No había visto suficientemente bien su cuerpecito firme y esbelto, de
curvas armoniosas, de poco pecho pero de piernas muy espléndidas y
perfectamente moldeadas.
Nunca hubiese imaginado que una hembrita de tan solo 1,56 y 50kg, con
un aire despabilado y maneras a veces demasiado corteses, estuviera con
el que se la venía zumbando más de medio año seguido.
El cortejo,
fase mágica e irrepetible en toda historia de amor y pasión puros,
duraba, como sabéis, siete largos meses pero, por fin, la otra tarde en
nuestro piso, Pili decidió que cambiásemos los papeles.
El paripé
de la ceremonia fue una nueva experiencia feliz y entretenida para los
tres e incluso arrebatadora para mí que pude hacer de maestro de la
ceremonia entregando mis derechos de marido a Domingo en una breve
boda, entregando todos los poderes a mi sustituto y renunciando yo, tan
enamorado de mi lozana y vital Pili, para siempre pero sin perder, por
supuesto, mis obligaciones en particular en las ausencias del macho.
Todos mis anteriores privilegios y derechos se borraban sin piedad de
mi memoria para dar paso a otras notas más trascendentes y sutiles.
El presente
triunfa de la manera más fulgurante. El presente tiene el rostro
radiante y fornido de Domingo fundido con el cuerpo marmóreo y menudito
de Pili. Dicen que cada hijo viene con un pan bajo el brazo, este, algo
madurito, lo ha hecho con un barra de kilo entre las piernas.
La
espontánea frescura de la que ahora es escuetamente "su mujer", la
fascinación sexual de mi ex-esposa, una fascinación apetitosa que sólo
me había pasado desapercibida en mi periodo de ceguera mientras ellos
estaban chingando tan a gusto, ahora volvía a estar latente como una
fruta madura en sazón, cuyo sabor es sólo suyo y muy difícil de
definir, tal vez como una especie de regusto perverso que dan los
cuernos puestos.
Hemos pasado días encantadores. Al menos un servidor. El viaje de
novios ha sido para mí, puesto que él ha marchado con su prole y su
verdadera y real esposa a otra provincia. Pili se ha quedado conmigo en
casita esperando el retorno de su verdadero amor. Ella está colada por
él. También Domingo tiene el aire de estar encoñado con Pili.
Lo que para
alguien pueda parecer malo y hasta absurdo, para mí son noches
deliciosas, de una intensidad hecha de muchas pequeñas atenciones a mi
ex.
Si no son
recíprocas por su parte, al menos por la mía son sinceras, de ternura y
de sensualidad.
Cuando acabamos de cenar ambos quitamos la mesa, vemos la tele en el
sofá, una versión picante en ausencia de Domingo, el "actual" de Pili,
y a la hora de ir a la cama tienen lugar las confidencias.
- ¿Como te parece que vamos en cuanto a sexo, ex-marido? - quiso
saber el otro día Pili.
- ¡Muy bien, de perlas! - respondí con una sonrisa en mi rostro
aún acalorado de haberme hecho una paja viéndola como se acicalaba en
el baño.
- ¿Te das cuenta, querido Luis, que ahora estoy en adulterio... qué
hago aquí sola contigo, si con el que ahora estoy casada y es mi
auténtico marido, está a tantos kilómetros?. ¡Tú eres simplemente un
ligue... que digo un ligue... eres mi sirviente, mi asistente!. ¡Desde
hoy dormirás en la otra habitación!.
Aquí mis celos retrospectivos volvieron a aflorar. Consentí en dormir
en la habitación de huéspedes pero insistí en que me contase más cosas
de ellos.
- ¿Cuantas veces lo habéis hecho sin yo saberlo? - pregunté.
- No lo sé, no las he contado y aunque las supiera no te las diría,
eres demasiado indiscreto y lameculos. ¡Eso es particular y privado,
cabrón! - contestó muy seria.
Ella estaba sentada frente a mí. Había cruzado las piernas y me
mostraba los muslos, pícaramente, hasta la mitad.
Sonreí. Aquella visión tan agradable para un enamorado rechazado,
menospreciado y casi desesperado de amor, me trajo sin remedio a la
mente un recuerdo que me devolvió a la época en que nuestras relaciones
navegaban por el agua tranquila del convencionalismo.
Pili quiso aprovechar el fin de semana para ir de compras de "reyes"
para su amor y mientras, me dijo, yo aprovecharía para hacer limpieza
general de la casa.
Esa misma
mañana encontré, entre las sábanas de la cama matrimonial, algún
cabello perdido de ella, algún pelo del pubis de mi amada.
Sentía aún
el calor de su cuerpo y percibía su grato olor, algo fuerte, a chocho
falto de leche, ese olorcito que echa mi Pili cuando está en celo.
Me desnudé
y me metí en la cama, todavía deshecha. Encontré por sorpresa sus
bragas de seda adornadas con dos preciosas rosillas escarlata en sus
extremos. Las recogí como si fueran una preciada reliquia.
Tras
desdoblarlas, las besé, las desplegué en su totalidad, les di varias
vueltas entre mis dedos y las olfateé con fruición varias veces como un
sabueso, como si quisiera retener el más sutil, sublime y huidizo de
los perfumes femeninos.
Luego oprimí la prenda contra mi cara hasta cubrirme los ojos y
embriagándome, rompí en un leve llanto.
Estaba claro que bajo los pocos centímetros cuadrados de tela todavía
húmeda, había pernoctado y palpitado el joven y gordo pipón de la
cálida vagina de Pili. Olí aquella prenda delicada como un perro,
buscando el precioso aroma del chocho de Pili, amada y reverenciada más
que nunca, muchísimo más que antes y, por desgracia, perdida para
siempre.
Busqué
aquella mezcla sutil, embriagadora, afrodisíaca y dolorosa al mismo
tiempo, de secreciones secretas, de flujos naturales, busqué aquel
aroma tan peculiar que anidaba en un punto preciso de las braguitas y
cuando lo hube hallado, lo aspiré con toda mi fuerza pulmonar, con la
esperanza de obtener un consuelo y tuve la sensación de algo muy vivo
que, en imperceptibles efluvios, entraba en mis fosas nasales desde las
más recónditas entrañas de la mujer que amo, de la relación amorosa que
me queda con ella cuando, en realidad, no hago más que exasperar de ese
modo el deseo carnal de mi pituitaria insatisfecha durante casi dos
semanas y, en consecuencia, avivar el doloroso pero feliz tormento que
de ello se deriva.
Hasta el otro día, siempre había encontrado sus bragas bien lavadas y
que sólo olían a "colada".
Sólo la
casualidad o el destino me han podido permitir al fin alcanzar el
soñado salto de calidad. Apreté contra mi corazón herido el precioso y
carísimo talismán, postrero recuerdo del bomboncito que me ha plantado.
La imagen
de Pili se me apareció de continuo, cruel y bellísima a un tiempo,
despiadada, fascinante, caprichosa e impredecible mientras eclosionaba
en un blanco y copioso orgasmo onanista.
Todavía
tengo latente el fin de la "boda" del otro día. Fui testigo presente y
ausente al mismo tiempo, deseoso, hasta implorante pero ignorado y
borrado de la escena.
Pili lo desnudó ante mi atónita mirada. Después de desnudarlo
enteramente, lo besó tres veces en la boca, se dejó desvestir a su vez
y se arrodilló para besar y succionar el miembro erecto de su nuevo
esposo, a pocos centímetros de mi cara anhelante.
- ¡Que hermosa herramienta! - exclamó Pili para sacarme de mis
casillas, aguijoneándome - ¡Tienes la verga más preciosa de este
mundo, Domingo, nunca he visto un aparato tan grande, tan gordo, tan
duro, tan rico, tan bien moldeado, tan exquisito!.
Domingo sonrió burlón, satisfecho y encogiendo los hombros al mismo
tiempo que introducía la nudosa polla, perfectamente vertical y pegada
a su vientre, en la boca de su reciente y locuaz señora.
La felación
en directo se alargó varios minutos ante mis propias narices. Percibía
claramente el olor del cipotón igual que mis oídos percibían los ruidos
al sorber.
Después,
los "nuevos consortes" continuaron sus discursos amorosos y
ceremoniales en la cama.
Allí tuvo lugar una cópula furibunda que los dos "cónyuges" me
comentaron en voz alta. Sus palabras les excitaron a ambos, por el
placer de exasperar mis celos.
- ¡Dámelo todo... dame tu chocho... toma mi colita! - decía él.
- ¡Tómalo, amor mío... siente como te abraza, como aprieta con
fuerza tu enorme pistón... échamela toda cuanto antes, cariño! -
replicaba ella.
- ¡Sí, Pili, que maravilla... me entran ganas de llegarte hasta el
fondo, reina... toma lefa rica, que está acumulada de dos días! -
seguía Domingo.
- ¡Fóllame bien, para que aprenda Luis!.
- ¡Siéntela vibrar... como te entra... oooh... me voy... me voy...!.
- ¡Cariño, como te siento... tesoro mío, como te siento dentro... en
el centro de mi coño... oooh... como me hace gozar... préñame, hazme
tuya... gocemos juntos, mi amor, gocemos en la cara del cornudo que se
la está cascando mientras nos contempla.
Esta es la historia de un cornudo consentido por amor hacia su mujer.